Hace pocos días discutía con un amigo respecto al carácter artístico de nuestros trabajos como diseñadores. En esta charla mi postura era que, aunque estéticamente el trabajo seguía unas normas de armonía, calidades y colores que podrían acercarla al arte, en general, por el carácter práctico y publicitario de mis productos, rara vez podrían ganarse el calificativo de artístico, sin que eso implicase necesariamente algo malo.
Tampoco voy a pretender en estas líneas explicar conceptos tan personales como el arte, pero lo que sí que me atrevo es a reivindicar el oficio como valor de importancia. Y es que, en el 90 por ciento de nuestro trabajo es el oficio el que prevalece, el que hace aflorar el talento y abre la puerta a la inspiración, y, si la creatividad no aflora, el resultado sigue siendo aceptable. Nos aporta la seguridad necesaria para improvisar, para apostar por ópticas nuevas, teniendo el colchón del conocimiento y la técnica en el caso de no lograr el objetivo.
Incluso durante mis estudios en Bellas Artes, siempre me he sentido más atraído por la experimentación y la técnica que por la inspiración a la hora de buscar resultados. Creo que ese fue el motivo por el que salté de la especialidad de pintura a la de grabado; En general pienso que tanto artistas como artesanos manejan una serie de técnicas y trucos que combinan y permutan en su producción, y son las motivaciones las que hacen que sus productos tengan la etiqueta de artístico o la de mero trabajo.